Lympha
Por Melissa Méndez
Orantes
Recuerdo cuando Ignacio
Esquivas me invitó a la capital para ver la escuela, no dije que no, igual no
supe ni cómo. Hacía cuarenta años que no pisaba una y cuando llegó el día,
Ignacio fue ese lastre que acabó por hundirse en mi memoria.
Quién diría que
acabaríamos así, él con una escuela de artes y yo con tantísima sed, soltando
billetes y recibiendo más a cambio. No cabe duda, la esencia de los sueños
también es traicionera, y él y yo ya estábamos haciéndonos viejos, bien viejos,
¿seguirá vivo?
¿Aún existirá la
escuela?, ¿era naranja o roja?, se me hace que era una de esas combinaciones de
ahora que intentan imitar el adobe; porque eso que ni qué, la fachada de esa
escuela tiene un aire bien pueblerino, pero como de casa de pueblo de Michoacán,
digo… no sé si el compadre ya se haya dado cuenta de que toda su pinche escuela
apesta Pátzcuaro, a su pueblo ese del que salió bien escuincle para irse a
Saltillo donde yo lo conocí en la secundaria. Me estaba acordando de unas
vacaciones en las que me llevó allá donde él nació, hasta eso era bonito su
pueblo, aunque bien muerto sin duda, y honestamente no era nada que se le pudiera
comparar a mi pueblo, Ciudad Mier en Saltillo.
Y a ver, ¿qué más?,
ya me cuesta hacer memoria… después del intento de adobe… ¡Ya me acorde!, vi un
blanco bien chillante y lechoso ¡Me fui a topar con la nieve!, ¡qué blanca era
la mujer de mi compadre!, qué joven y qué airada.
¡Bienvenido! me
dijo, ¡Bienvenida! le dije, y entonces estuvo a punto de ponerme una carota de
asco, pero como me vio el signo de pesos en la frente pues na´ más se rio
quedito, y yo pensé ¡Ah jijos! ¿Y apoco ésta es actriz?, si no más no le creo
nada.
La escuela de Nacho sinceramente
ahora que lo pienso, pues era muy grande, aunque pos no había mucho que ver.
Recuerdo que la Blancanieves intentó hacer el tour lo más largo posible por no
sé cuántos pasillos, todos iguales… y yo ya andaba muriéndome de sed, de eso
que sientes las espinas de cactus en la lengua clavándose en la garganta, me
puse a toser como perro, pero aquella vieja no se percataba de nada y seguía hablándome
de no sé qué tanta obra de teatro y de directores y de su carrera de actriz y de gentes que yo ni conocía y que ni me
interesaban, qué porque la escuela era de teatro, ¿y a poco si era?, si la condenada no paraba de repetirlo.
Entonces yo me quedé
calladito pensando en que adentro de la famosa escuelucha pues na´ más no había
color, ni en las paredes, ni en los techos ni en ningún lado, quizás y
exagerando mucho… reconocí algún tipo de amarillo pálido, pero de esos
amarillos que en realidad ya no son amarillos, sino son de un color que igual y
al principio si fue amarillo, pero que luego se hizo gris y luego blanco y luego
nada… ya no existía color, no más era algo bien pálido que hasta me recordó al panteón,
y creo que fue por tanta ausencia, porque tampoco vi gente pa´ ningún lado al
que volteara, ¿no que era una escuela?
Después de subir y
bajar por no se cuánta escalera, yo ya andaba rogándole a san Judas pa´ que paráramos,
y entonces me oyó y nos fuimos al patio que era la parte central de la escuela,
y ahí había una especie de caja negra de unos 20 metros de largo por 20 metros
de ancho, y fue muy curioso porque seguro pasamos por ahí antes de subir y
recorrer los pasillos con oficinas y salones, pero yo ni cuenta me di; y
entonces volví a recordar el pueblo de mi compadre, porque cuando fuimos allá lo
mismo me pasó con el kiosco de la plaza de Pátzcuaro, pasamos y pasamos y yo
jamás lo vi hasta que el compadre me preguntó un día que qué me parecía y me
vino todo a la cabeza.
Entramos por una
puerta a la caja negra, era una puerta también negra, y me dijo la Blancanieves:
siéntate y ponte cómodo, que vas a recibir el pago por tu inversión. Recordé
los billetes que hacía diez años le había soltado a mi compadre para terminar
la escuela, ¡diez años y hasta ahora pretendía pagarme el muy cabrón sinvergüenza!
¿Pero apoco era su vieja la que iba a pagarme con todo y los intereses?, ¡se me
pusieron los pelos de punta!, ¡qué pecado fantasear con la vieja de mi compadre
con todo y su traje sexy de Blancanieves! Pero pasaron los minutos y no vi
ninguna acción sino puro silencio, y entonces supe que con alguien como ella las
cosas nunca son como se prometen, y mejor le pedí agua… algo no me olía bien y
su sonrisilla de demonio me lo confirmaba, necesitaba agua pa´ aguantar el mal
trago que seguro vendría a continuación.
Noté que a la
izquierda de la caja negra había otra puerta al fondo y frente a ella una silla
de madera, y entonces qué me dice la Blancanieves: siéntate ahí que ahorita te
traigo tu agüita. La muy malcriada hablándome de tú cuando yo podía ser su
padre, ¡cuánta ceguera con patas! Y en eso que se escapa por la puerta y que me
quedó ahí solo en medio de toda la negrura. Sentí que en una de esas yo también
iba a desaparecer y a aparecer como en uno de esos oasis del desierto que en
realidad nadie conoce pero del que todos hablaban y hablaban en Saltillo desde
que yo era un chamaco.
La silla que daba
contra la pared era igualita a esas en las que te sentaban por castigo en la escuela, esas en las
que la maestra te aparta en el rincón pa´ que le des la espalda a todos los
demás, ¡pero qué castigo tan más pendejo! Pensé que segurito era una broma de
Nacho, una de esas tonterías que luego se le ocurren a mí compadre para
recordar viejos tiempos de chamacos pendejos, porque nosotros nos la pasábamos
de castigo en castigo y siempre de nalgas al mundo, ¡ah qué sí! cuántos
recuerdos me empezaron a regresar al cuerpo.
Iba a voltear la
silla pero mejor la deje así, no tan fácil uno se “desdomestíca” (incluso a mi
edad) y entonces quedé de frente a la puerta siguiendo la payasada del
compadre. Pasaron varios minutos y con la aburrición y la tardanza de la
Blancanieves pos se me ocurrió abrir la puerta que pa´ mi sorpresa estaba
abierta… La puerta daba con unas escaleras de caracol metálicas que supuse me
llevarían a una especie de sótano. Estaba muy oscuro y me dio miedo bajar, en
ese entonces tenía yo 68 años, y a pesar de estar hinchado, los huesos ya
comenzaban a deshacerse sin tronar, y esas escaleras podían ser muy peligrosas
si se me atrabancaba un pie, ¡pero pos
no pude aguantarme la curiosidad y me encaminé cuesta abajo!, eso sí…
agarrándome hasta con los dientes del barandal de las escaleras, y con la adrenalina
de cualquier escuincle pegajoso y moquiento.
Acabé de bajar todas
las escaleras, recuerdo que conté fácilmente 19 escalones, y entonces, de la
nada, me estampé contra una pared, ya no había pa´ donde darle, y pa´ colmo ya
no aguantaba las piernas ni la sed, además, aunque había dejado la puerta de
arriba abierta ya no entraba ninguna luz y no podía ver nada, sentí escalofríos
pensando en el regreso. A tientas comencé a tocar el muro y palpé una especie
de mirilla de esas que tienen una protección encima, entonces supuse que era
otra puerta y busqué la perilla, pero por más que busqué no encontré ninguna.
Era un muro y al parecer bastante grueso, entonces volví a buscar la mirilla, y
con los dedos moví la protección, pero entonces pude sentir que en realidad no
había ningún lente ni ningún vidrio, tan sólo había un hoyo pelón… un hoyito
apenas más grande que mi ojo izquierdo, y como estaba a mi altura pos sólo
acerqué mi ojo lo más de cerca que pude aplastando mi carota contra el muro y
cerrando el otro ojo. Tardé varios segundos en enfocar, unos 7 u 8, y fue entonces que en una de esas pude
ver bien clarito: vi a mi compadre como a 10 metros de distancia, lo vi todo
chiquito casi como una hormiga, más flaco, y más encorvado, más jodido que yo,
y algo decía porque movía la boca, pero no más no le podía escuchar nada, y
luego luego detrás de él, comenzaron a correr un friego de muchachillos, como unos
20, y bien rápido se acomodaron en una línea en horizontal hombro con hombro.
Mi compadre se hizo a
un lado y los chamacos se pusieron a correr como locos pa´ adelante y pa´ atrás
bien pegaditos como sardinas en lata, y así estuvieron dándole y dándole como
media hora y yo ya no sabía si sacarme el ojo, o si volver a subir con las
patas todas entumidas para ya irme y dejar votado ahí a mi compradre, con sus
locuras de viejo chocho empecinado en dar clases de teatro a sus 70 años pa´
demostrarle al mundo no sé qué chingados. Despegué un momento el ojo y con cuidado me
senté en el último escalón, recuerdo que la sed no más no se me iba, sentía
fuego en la garganta y a la pinche Blancanieves no le importaba, ¿de qué sirve
una mujer joven si no te va a atender?, la chochéz de mi compradre na´ más le
había dejado el mal gusto pa´ las viejas.
Total que conseguí
calmarme y volví a pararme para enfocar a los chamacos y a mi compadre, cosa
que hice realmente con la pura intención de despedirme, porque mis piernas ya
no daban pa´ más, y fue entonces cuando vi que una de las chamacas, una de las
sardinas esas, que se pone a caminar en vez de seguir corriendo, la chamaca descompuso
todo el numerito y además caminaba como pollo espinado, como si estuviera a
punto de darle el patatús… parecía como un recién nacido o más bien como una
muerta recién revivida. Solté una carcajada al ver aquellos pasitos que la
hacían temblar de pies a cabeza y fue entre risa y risa que ella volteó, volteó como si me hubiera
escuchado, tragué saliva y sentí el dolor más agudo en las anginas, bien secas
como pasas.
La muchacha alzó su
mano y apuntó con su dedo hacia donde yo estaba, a la mirilla, y apuntaba
directo a mi ojo, vi que también abría la boca, como gritando, sentí una
punzada en el corazón y a pesar del espanto logré pasar saliva y fue entonces
cuando su voz traspasó el muro y comenzó a sonar muy clara y bien melodiosa, porque
la voz de esta criatura si la entendía, yo sentía que la reconocía, porque era
dulce y me decía: — Ricardo, ¡abre la llave!, abre la llave de la fuente que
mandó hacer tu padre en medio del rancho en Ciudad Mier, en Tamaulipas, deja
que se llene de agua, no me gusta que esté abandonada, ya nadie va a visitarla
ni pide deseos en ella, deja que el agua se desborde en ella, y así tú dejarás
de tener sed y se te quitarán esos edemas, es por eso que estás tan hinchado mi
Ricardito. Después de que hagas esto te me vas directito a comprar 9 terrenos
para mandar a hacer más cajas negras como ésta, porque se necesitan más, tu amigo
Ignacio te va a asesorar en todo, ¿acaso no le harías ese favor a esta tu viejecita?
Me quedé sin aliento
y rápidamente cerré la mirilla con la protección y me persigné, ¡mira que meterse
con mi madre por dinero!, ¡pinche compadre culero y pobres de esas sardinas!, ¿qué
iba a ser de todas ellas en ese juego del diablo?
Subí las escaleras
sin sentir las piernas, y como pude me salí de la caja negra con miedo a que me
explotara el corazón. Ya en la salida me
encontré por última vez con la Blancanieves que tenía un vaso de agua en la
mano, se lo tiré al suelo y la muy bruja
me sonrió. Nunca más volví a ver a mi compadre, y llegando a Mier mandé a
destruir la fuente que mi padre le regaló a mi madre, claro está no sin antes
llenarla de agua, no más pa´ pedir un último deseo.
Ahora que tengo 82
años, sigo sintiéndome orgulloso de esta historia cada vez que la cuento, y es que no fue fácil, tanto tiempo que estuve ahí metido… y todo para no tomar ni una triste gota
de agua de panteón...
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario