Te levantas un lunes muy temprano para ir a estudiar a
tu bonita universidad privada, sientes el cuerpo pesado, también la cara, los
párpados. Te metes a bañar y el agua fría no te despierta, el sorbo de café
quemado y el yogurt con fresas caduco que has comido tampoco lo hace; sales de
tu casa y las calles están vacías, el viento helado que rompe en tu cuerpo casi
logra que despiertes, sin embargo sigues arrastrando los pies, sigues mirando
hacia abajo y los bostezos no desaparecen.
Así llegas hasta el metro y la búsqueda del boleto
para ingresar te implica un terrible esfuerzo, también una especie de alerta,
pero al concluir con la operación todo regresa a piloto automático. Bajas en la
estación Pino Suárez y regresa esa sensación de alerta, y regresa porque al
subir por las escaleras te estrellas contra un viejito que trae bastón, le
pides disculpas y recuerdas que tienes articulación, voz.
Sales de la estación y caminas por Izazaga, el olor de
un tamal que una señora está friendo en un puesto hace crujir tu estómago, el
señor del periódico que está acomodando el Alarma
y el H Extremo hace que tus ojos
comiencen a abrirse; cruzas la calle y el silbato del policía vibra en todo tu
cuerpo, también los cláxons y los motores de los autos. En sentido opuesto al
tuyo comienzas a visualizar a un montón de gente con pancartas y altavoces, a
medida en que caminas el número de personas crece y crece; paras en seco y
ahora así abres por completo los ojos, los oídos, la mente, los poros del
cuerpo… necesitas saber qué es lo que toda esa gente está pidiendo, entonces no
vuelves a avanzar hasta que lees y escuchas las palabras PAZ, JUSTICIA, IGUALDAD.
Y es que tú también quieres gritarlas y exigirlas, la cuestión es que aún no
has sabido cómo.
Cruzas una última calle y te encuentras con tu
universidad, ese bello claustro que alguna vez fue el hogar de una de tus
escritoras favoritas. Ya estás a unos pasos de ingresar cuando te encuentras
con un mendigo, parece que sangra de la cara y duerme sobre cartón y periódico,
la pared de la universidad le sirve de cabecera; entonces sientes un profundo
malestar, un zumbido en la sien, un sentimiento de incomodidad, de
resentimiento, y una sensación de inmundicia
que nuevamente no resuelves, porque no sabes qué hacer con todo eso.
Comienza a latirte muy rápido el corazón y es así como
finalmente ingresas a tu universidad pulcra y privada. Mientras caminas por las
ruinas, los salones y los patios, consigues respirar y calmar el pecho.
Finalmente vas comprendiendo que ese camino, que ese trayecto por el centro, en
realidad te ha hecho estar presente, te ha hecho cobrar conciencia una vez
estando adentro, porque ya no estás nada más tú, paradójicamente has salido de
la comodidad de tu propia privacidad, de tu propio centro.
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