Tenía 15 años y una actitud despreciable, también me
creía chola y tenía unas cejas terriblemente mal depiladas que hacían juego con
mi labial Jordana azul, en fin, insisto, tenía 15 años.
Gustaba de escaparme en las madrugadas de la casa del
centro del Distrito Federal en la que vivía con mis padres y era toda una
maestra del escapismo; la cocina contaba con una puerta que daba a la calle y
que no tenía cerraduras, tan sólo un segurillo manual, entonces en las noches,
antes de acostarme, le quitaba el seguro, decía buenas noches, esperaba a que
todos se cuajaran y me escabullía.
La hora de fuga era siempre entre 1:30 y 2:00 am, salía
de mi cuarto sin zapatos, bajaba sigilosamente las escaleras conteniendo la
respiración y salía de la cocina dejando la puerta abierta. Una vez afuera y
con los zapatos puestos, ya podía respirar y relajarme porque sabía que había
triunfado, que había conquistado la primera misión y entonces tranquilamente me
abría paso ante la inmensidad de la noche.
Ojalá tuviera esos ovarios libres de antes, hoy por hoy
si voy caminando por cualquier lugar en la madrugada siento miedo, voy casi
llorando, rezando lo que recuerdo del padre nuestro y con la cara de papa
lavada viendo al suelo y en cámara rápida; antes era otra cosa y no tiene que
ver con la inseguridad o con el índice de esto o del otro (porque eso no va a
desaparecer nunca) sino que simplemente era yo disfrutando de la noche, en
verdad la disfrutaba, sentía la adrenalina y la seguridad en cada paso, el aire
frío hinchándome la cara, sintiendo que las calles eran mías y sobre todo con
actitud vencedora, quizás no se escuchaba la canción de Rocky de fondo, pero si
alguna del Gran silencio y bueno, jamás me pasó algo malo (seguro mi ceja de
chola atemorizaba a todos).
La segunda misión consistía en recorrer varias cuadras
del centro histórico hasta llegar a la calle Recabado, una que está atrás del
museo Franz Mayer si mal no recuerdo, ahí en el número 28 estaba la casa más
espectacular del universo, una casa azul claro de tres pisos casi en ruinas, en
donde vivían las primas del que fue mi primer novio. Estas morras que eran más
grandes que yo, organizaban las mejores fiestas en la azotea de esa casa,
siempre había un dj o incluso alguna banda en vivo y fácilmente se juntaban
unas 200 personas; ahora me pregunto cómo es que nunca se cayó esa casa, o cómo
no se cayó alguien de ahí y se mató, porque recuerdo que había hoyos por todos
lados, boquetes enormes en el suelo y en los techos. Sin embargo era una gran
casa y ahí me amanecía, no tomaba chela no tomaba nada, con un buen baile y
unos buenos besos me bastaba; y ya cuando el reloj marcaba las 5 am y algunos
comenzaban a irse yo también emprendía mi camino de regreso, regularmente me
acompañaba aquel primer noviecillo, pero recuerdo que cierto jueves me regresé
yo sola, por una u otra razón y a ese jueves lo recuerdo como el jueves del
“casi”…
Todo marchaba normal de regreso a casa, pasé Bellas
Artes, después Madero y el centro comenzaba a ponerse en movimiento y yo ya
estaba lista para aterrizar en mi cama y fingir enfermedad para no tener que ir
a clases… Seguí caminando y por fin llegué a República del Salvador en donde
estaba la casa de mis padres, ya de frente a la puerta de la cocina comencé a
sentir un terrible cansancio, entonces empujé débilmente la puerta pero ésta no
se abrió, pensé que necesitaba empujar más fuerte, lo hice, pero tampoco
funcionó.
Un sudor frío comenzó a recorrer mi frente, un sudor
helado que agudizó todos mis sentidos, traté de volver a empujar la puerta sin
hacer ruido pero era imposible, no se abría, lo intenté unas 20 veces, pensaba
que era inaudito que estuviera pasándome aquello, iba a amanecer y yo estaba
afuera de mi casa con mi outfit de chola
versión fiesta y toda desvelada, no concebía una explicación lógica que darle a
mis padres, tampoco concebía estar castigada por un año completo o algo por
estilo, simplemente no lo merecía, no había sido tan mala persona, ¡simplemente
no era justo!
Traté de pensar en alguna solución, se gestaba una tercera
misión y debía conquistarla antes de que las lágrimas de desesperación
comenzaran a brotar de mis ojos. Entonces recordé la ventana que estaba al lado
de la puerta, una ventana grande que tenía tres rejillas, la única solución era
entrar por esa ventana, pero el problema eran las rejillas, no sabía si mi
cuerpo iba a caber por ahí pero era necesario intentarlo.
Empujé la ventana y ésta estaba abierta, no tuve problema
con eso, la ventana estaba más o menos a un metro y medio del suelo, por lo
mismo solo tuve que dar un pequeño salto hacia el interior, metí mis brazos
primero, después la cabeza y con mis manos apoyadas adentro empecé a empujar el
resto de mi cuerpo, pero el pecho no cedía porque la rejilla estaba muy baja;
entonces empecé a empujar más fuerte y por fin entró casi la mitad de todo mi
cuerpo, pero mis manos se resbalaron tirando una escoba que estaba al lado, y
la escoba tiró otras cosas que estaban ahí haciendo mucho ruido, sabía que era
imposible que nadie hubiera escuchado, mis padres dormían en el piso de abajo,
entonces intenté empujar más para entrar y fingir que estaba tomando algo en la
cocina, pero no podía, el tórax no pasaba por las rejillas, mejor intenté salir
pero tampoco podía, estaba atorada en la ventana con la mitad del cuerpo
adentro y la mitad afuera.
Comencé a escuchar pasos y entonces supe que ya todo
estaba jodido, era inútil seguir intentando el forcejeo de entrar o salir. Los
pasos se hicieron más fuertes, entonces voltee y vi a mi padre con un arma en
la mano, me apuntaba mientras gritaba: ¿quién anda ahí?, entonces grité más
fuerte: ¡soy tu hija, no me mates, por favor no me mates!
Mi padre tiró el arma al suelo, prendió la luz y se quedó
mirándome en silencio por unos cinco minutos, pasmado, atónito, y después como
si ya hubiera entendido todo con tan solo verme ahí, atorada, simplemente me
dijo muy serio: el herrero no abre antes de las 9, por consiguiente tendrás que
quedarte ahí con el culo al aire, reflexionando que casi, que casi, que casi… y
entonces se volvió a pasmar y no puedo concluir la frase, sentí mucha pena y le
dije: si pa, entiendo, yo aquí me quedo reflexionando...
Y ahí me quedé congelándome el culo, llorando por horas y
sintiendo que iba a morir porque no podía respirar bien. Hasta que llegó el
herrero y con unas pinzas enormes rompió las rejillas, pero no sin antes
hacerme preguntas incómodas porque no entendía cómo demonios me había quedado
atorada ahí, entonces además de la vergüenza, tuve un dolor horrible en todo el
cuerpo y no sentí las costillas por semanas.
Al día siguiente tuve que ir a clases y estuve castigada
por más tiempo de lo que puedo recordar, nunca pude volver a escaparme y para
que mis pobres padres volvieran a confiar en mí tuvieron que pasar muchas
navidades.
Dejé de ser chola y de vagar por las madrugadas, quisiera
decir que mi actitud ya no es despreciable pero no puedo asegurarlo, sin
embargo nunca volví a usar un labial azul y dejé mis cejas en paz. Y aunque lo
sucedido aquel jueves nunca volvió a mencionarse en casa y mi padre se deshizo
de aquella arma, hasta estos días mi cabeza no ha podido olvidar esa frase que
no logró completarse: “casi…”.
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